Los periodistas nunca serán aliados confiables del poder.
Los políticos no tienen imaginación. Sólo piensan en el aquí y ahora. Son sepulcros blanqueados.
Los políticos amanecen pensando: jode que atrás vienen jodiendo. Se miran al espejo y dicen para en sus adentros: que chingón soy. Ergo, los demás son los pendejos.
Cuando un político habla de la familia, piensa en la suya.
Con frecuencia se refieren en sus discursos a los valores. Pero en su mente están los títulos valores del derecho mercantil.
Sus principios se acomodan a las circunstancias. Para avanzar no les importa atropellar o caminar sobre cadáveres.
Sus amigos son valores de cambio. Sus enemigos son una lista secreta. A la hora de la venganza sólo ellos pueden pronunciar los nombres.
Sienten la traición en cada esquina, siente su soplo en la nuca. Al final de cuentas su conciencia acaba traicionándolos.
Siempre piensan que merecen más de lo que tienen. Sobrevaloran su capacidad, lo que al final de cuentas los destruye.
Para ellos la moral es un árbol que da moras, como dijo Gonzalo N. Santos.
Leen a Maquiavelo para justificar su despotismo iletrado.
En el fondo envidian la felicidad de quienes carecen del poder que ellos detentan, ostentan y presumen.
En la mayoría de los casos sus esposas son infelices. Ellas, para desquitarse del desamor y de la indiferencia en el lecho conyugal se dedican a gastar, a derrochar, a buscar un amante secreto o discreto, y a llevar un peligroso diario íntimo de sus desdichas.
Saben que muchas veces hacen maldades y lo disfrutan. Se vanaglorian de sus perversidades ante sus testaferros.
No conocen los límites. Sus desplantes son aplaudidos por sus lacayos.
Se creen dueños de vidas y haciendas. Los demás existen sólo si les son útiles.
La modestia es una pose. El ego es su parte más vulnerable.
El Gabo nos brinda una magistral descripción de la desmesura del poder en Cien Años de Soledad:
“Entonces un capitán muy joven que siempre se había distinguido por su timidez levantó un índice cauteloso.
-Es muy siempre, coronel –propuso-: hay que matarlo.
El coronel Aureliano Buendía no se alarmó por la frialdad de la proposición, sino por la forma en que se anticipó una fracción de segundo a su propio pensamiento.
-No esperen que yo dé esa orden -dijo.
No la dio, en efecto. Pero quince días después el general Teófilo Vargas fue despedazado a
machetazos en una emboscada y el coronel Aureliano Buendía asumió el mando central”.
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