Allí andan por las calles con la mirada perdida, con sus ropas a medio lavar, desplanchados, golpeando las paredes, pateando piedras, con su destino ya perdido en un volado desde antes que nacieran.
Se les ve en las ciudades, en las ciudades grandes y en las ciudades medianas. Están en las esquinas y en los cruceros, se juntan y hablan entre sí y ven con desconfianza y un naciente rencor a los vehículos que cruzan por las avenidas.
No se les nota tristeza en sus rostros. Hay algo de rencor y de lenta agonía por un dolor que no saben explicar.
Hablan con monosílabos. Sus palabras son cortas y elementales. Sus códigos de comunicación nos son desconocidos.
Aprendieron a leer pero ya casi se les olvidó. Ojean algunas revistas en los puestos de la esquina y se van. Se van sin prisa, mirando generalmente el suelo. Quizá porque ya no tiene caso mirar el horizonte tan chato que tienen enfrente.
La música que conocen y que les gusta son los narcocorridos. Aprendieron poco en la escuela primaria, los años que allí hayan estado, durmiéndose en los mesabancos por el hambre que siempre les acompaña.
Allí van, por las calles, por sus calles inundadas cuando llueve, por sus calles casi siempre polvorientas. Tienen un sentimiento tal de desarraigo que hasta el tradicional concepto de familia ya casi les es ajeno.
Los ve uno, a esos adolescentes, a esos jóvenes, con sus ropas tristes, con sus miradas extraviadas a veces por las drogas baratas y brutales que es lo único que tienen a su alcance, y uno piensa que estas generaciones ya se perdieron.
Y uno piensa cómo fue que sucedió esto.
Ver a estos jóvenes de nuestro país, que son la mayoría, caminando en el filo del abismo, siente uno un desasosiego que, es inevitable, a veces se convierte en miedo.
Porque allí, en esos corazones vulnerados desde la más tierna infancia, se incuba la violencia de alquiler – se alquilan para matar o para que los maten- que ya es el pan nuestro de cada día.
Ver a estos millones de jóvenes sin empleo, sin educación, sin salud, caminando a la deriva pero cuyo destino al final de cuentas es el despeñadero, es la peor radiografía de nuestro tiempo. Y no puede uno dejar de hacerse una pregunta inútil en su desencanto: ¿Qué futuro nos espera? Porque los políticos sólo están en los negocios. Pd. ESTA COLUMNA APARECERÁ DE NUEVO EN DIEZ DÍAS.
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