En estos dias caóticos de principio a fin, la paciencia debiera ser compañera de todos los automovilistas en Cancún; sin ella no salga a la calle…le puede ir mal. Con la alegría de haber convivido con un amigo que nos visitó, nos dispusimos a despedirlo y llevarlo al aeropuerto.
Unicamente después de un huracán me había sentido abandonado en medio del caos y la desesperación: las calles inundadas, destrozadas por la intermitente lluvia, sin poder avanzar, con el riesgo permanente de quedarse varado en uno de los enormes charcos y baches que hoy son el pan nuestro de cada día en la ciudad.
A ese panorama de desastre hay que agregarle un elemento extra: miles de autos adelante de ti sin oportunidad de avanzar ni siquiera unos metros, una procesión kilométrica de automóviles, grandes y chicos, todos esperando llegar a cumplir con sus objetivos.
Todos se voltean a ver, todos se preguntan que está pasando, porque no avanzan los autos, conforme van pasando los minutos, las caras de todos se van endureciendo, el coraje, la impotencia y la desesperación por llegar van convirtiendo la tarde en un polvorín de emociones… negativas todas.
La vista no alcanza para distinguir allá, a lo lejos, el principio ¿o el fin? de la fila kilométrica de automovilistas hartos, todos quieren salir de ahí y ponerse a salvo.
La hora de documentar equipaje en el aeropuerto se está agotando, la paciencia también, los visitantes toman fotos y vídeos de lo que está ocurriendo: magnífica promoción para el destino, el pintoresco panorama de miles de personas “atoradas” ni para atrás ni para adelante, todos están en el mismo sitio sintiendo lo mismo, una gran impotencia y preguntándose ¿y yo que tengo que ver con esto?
Justa o no, legítima o no, la manifestación de los maestros trastoca la vida de una ciudad de por sí complicada para la ida diaria.
De la comprensión se pasa al reclamo ¿porque pueden disponer del tiempo y espacio de toda una ciudad y sus miles de habitantes?
La posible solidaridad se trastoca en repudio. El caos es parejo, no hay excepciones, la circulación está cerrada para todos: para el enfermo que necesita llegar a su cita con el doctor, al turista que necesita llegar 2 horas antes de su vuelo, el empleado que necesita checar su tarjeta de entrada en el hotel, el alegre visitante que ve cómo las horas de su estancia en el “paraíso” transcurren en medio de cientos de personas a las que no interesan sus prioridades ni que haya venido a gastar sus ahorros, el viajero que necesita llegar a otra ciudad a resolver asuntos personales y cada hora y cada minuto que transcurre ahí, en medio de miles de automóviles, sabe que es tiempo perdido que no recuperará…como las clases en las aulas no impartidas.
Se destraba un poco la circulación y todos quieren pasar, las reglas de urbanidad y tránsito aquí no importan, importa salir del embrollo y llegar a donde sea, llegar a como de lugar.
Después de tres horas o más, el coraje, la impotencia y la desesperación, hicieron mella en el ánimo…y en la salud de quienes por diversos motivos tuvieron que salir de casa en un mal día: de lluvia, de baches y de maestros fuera de sus aulas.
Por fin en casa, a bañarse, no hay tiempo ni ánimo para la convivencia, el día estuvo del carajo.