Enrique Velasco
Ad-Ephesios
El Estadio Nacional
Todos los chilenos se pusieron muy contentos cuando recibieron la noticia de que su país sería el anfitrión de la Copa América. Es un evento que acapara la atención de millones de personas, atrae marcas comerciales, anunciantes, turismo, lo cual genera una importante derrama económica.
Chile cuenta con sólidos estadios en diversas ciudades del país ya que había sido la sede del campeonato mundial de futbol en 1962. Pero tendrían que pasar muchos años, 42 para ser exactos, para que este país volviera a ser escenario confiable de una justa deportiva de gran calado.
El Estadio Nacional, lugar donde se jugarán seis juegos incluyendo la final, tiene un pasado profundamente doloroso y es quizás el más infame en todo el mundo. Por cerca de dos meses, después del golpe de estado que asesinó al presidente Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, el Estadio se convirtió en una brutal prisión improvisada donde se torturó a 20 mil chilenos. Mujeres y hombres, muchos de ellos asesinados, que sufrieron los excesos de una junta militar despiadada, dirigida por Augusto Pinochet.
Había una rutina exacta todos los días, según narran algunos sobrevivientes. Cada mañana eran vendados de los ojos, golpeados en la cabeza o en las piernas, azotados contra los muros, muchas veces sometidos a toques eléctricos en todo el cuerpo y quemados con cigarrillos.
Aunque las cifras varían, se sabe que 41 personas, cuando menos, fueron asesinadas dentro de sus instalaciones. Durante las semanas que siguieron al golpe de estado, activistas políticos y seguidores de Allende fueron rodeados, perseguidos y encerrados en esa mole de concreto que fue construida en 1938.
Muchos prisioneros, durante el encierro, recordaban haber asistido al Estadio a presenciar los juegos de la Copa de Mundo que fue ganada por Brasil, según relata uno de los supervivientes.
Después de dos meses del golpe de estado, es decir, en noviembre, los militares se vieron forzados a sacar a los prisioneros del Estadio. Chile fue a Moscú a jugar su calificación a la Copa Mundial de 1974 en contra de la Unión Soviética, pero cuando los soviéticos debieron ir a Santiago de Chile a jugar el partido de vuelta, se quejaron del Estadio diciendo que era un lugar de muerte y sangre. La FIFA respondió que lo iba a investigar.
Cuando el personal de la FIFA llegó al Estadio a inspeccionarlo, la mayoría de los prisioneros fueron encerrados en los vestidores y obligados a guardar silencio a punta de pistola. Algunos pocos cautivos que fueron dejados en las graderías, vieron a los inspectores interesados solamente en el pasto y en las porterías. Pero nunca preguntaron por los que ahí sufrían. La Unión Soviética declinó ir a jugar a Chile y perdió su posibilidad de ir a la Copa Mundial.
El Estadio, a lo largo de los años, ha sido testigo de congregaciones políticas, de conciertos multitudinarios, de múltiples eventos sociales y culturales y de partidos de futbol como el del lunes pasado en el que Chile y México empataron a 3 goles.
En 1987, tres años antes del término de la dictadura, el Papa Juan Pablo II dio una misa en el Estadio al que llamó de manera desafiante un lugar de dolor y sufrimiento. En 1988 sirvió para que el pueblo ejerciera un plebiscito que marcaría el final del régimen pinochetista.
También fue escenario de fiestas masivas al triunfo del primer presidente electo, después del régimen militar, Patricio Aylwin en el año de 1990. Desde entonces, el Estadio continúa con su vida democrática como puesto para votar en las elecciones, pero para la mayoría de chilenos, el Estadio Nacional es donde juega ‘La Roja’, que es la selección de futbol.
Muchos de los sobrevivientes creen que el gobierno está obligado a no dejar morir o a olvidar lo que ahí sucedió. Existe debajo de algunas gradas un pequeño, frío y polvoso museo con fotografías de aquel momento, un recuerdo fantasmal de la mentalidad insana de los militares.
El Estadio que fue sinónimo de crueldad por muchos años, hoy, alberga futbol, conciertos y eventos democráticos. Pero en la portería norte, una sección de viejas bancas de madera que nadie usa, es testimonio y mudo testigo de la barbarie.
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