Este viernes se cumplen 20 años desde que la palabra “turismo” se incorporó por primera vez en la Constitución mexicana, para facultar expresamente al Congreso de la Unión para que legisle en materia de turismo, porque hasta entonces la industria turística estaba englobada dentro de las actividades comerciales.
Fue una acción que permitió, entre otras cosas, dar fundamento constitucional a la primera Ley Federal de Turismo que se emitió en 1992 y que había sido bien recibida por la industria turística, porque le empezaba a reconocer a plenitud una actividad que estaba generando un gran desarrollo en regiones como Quintana Roo.
Sin embargo, detrás de las cifras brillantes que caracterizan a esta actividad y que sirve de lucimiento político, se esconde una realidad más sombría. El turismo ha crecido en México, sí, pero a un costo enorme para su sociedad y su entorno natural.
Las estadísticas oficiales afirman que el turismo contribuye con casi el 4% del PIB de México y genera más de 4 millones de empleos. Estos números pueden impresionar, pero ¿a qué costo? ¿A costa de qué se ha logrado este crecimiento económico?
Entre 2007 y 2018 México subió en el índice de competitividad de viajes y turismo del Foro Económico. Pasó del lugar 40 al 19 y durante la pandemia, al ser de los pocos países que no cerró sus fronteras, llegó a ubicarse en el tercer puesto, pero esto es solo una parte de la historia.
Las cifras también nos dicen que México ocupa las últimas posiciones en indicadores importantes como la protección de la biodiversidad y la infraestructura de transporte. Los ciudadanos que viven en las ciudades turísticas del Caribe mexicano experimentan a diario los estragos de esta falta de planificación y cuidado ambiental.
El futuro del turismo en México debe trascender la mirada a corto plazo y requerir un liderazgo decidido que abogue por la transformación de esta industria. No se trata solo de permitir que se sigan devastando recursos naturales sin control para dar paso a enormes hoteles.
El hecho de que ningún municipio de Quintana Roo tenga un plan de desarrollo actualizado es un síntoma claro de la falta de responsabilidad y la permisividad que prevalece en la industria.
Abrir puertas al mar sin restricciones solo conduce a más desarrollo desordenado y violatorio de las leyes ambientales, como lo demuestra el ejemplo de Sian Ka’an. Resorts de lujo disfrazados de residencias de descanso proliferan a lo largo de la costa de esta reserva de la biosfera, dejando cicatrices indelebles en un entorno natural que debería protegerse.
Mientras tanto, las colonias irregulares de Cancún, donde vive al menos un tercio de sus casi un millón de habitantes, son un reflejo doloroso de la falta de atención a las comunidades turísticas. La provisión de servicios básicos como agua, drenaje, movilidad y salud es deficiente, lo que socava la calidad de vida de sus residentes.
En el presente, México no puede permitirse la complacencia, no se puede festejar cada cuarto que se pone en servicio, cada nueva ruta aérea y olvidarse de todo lo demás. La violencia, las alertas de viaje y la desaceleración económica son solo algunos de los problemas que amenazan al turismo en los últimos años.
La actividad turística enfrenta varias amenazas que preocupan o deben preocupar y varía desde eventos de violencia de alto impacto hasta la falta de estado de derecho y la polarización política, como la que seguramente se acentuará por el proceso electoral del próximo año.
Estos problemas no solo ponen en peligro la industria turística, sino que también destacan la necesidad urgente de abordar los desafíos sociales y ambientales que la acompañan.
En 20 años de “visibilizar” o “legalizar” al turismo como actividad económica pueden presumirse los logros y visualizar un futuro promisorio, pero no podemos ignorar los costos sociales y ambientales que esta industria ha impuesto.
México necesita un enfoque más equilibrado y sostenible para su futuro turístico, uno que proteja tanto a su sociedad como a su hermoso entorno natural.