Conocí a Don Carlos Menéndez Navarrete en julio de 1984, al ingresar al Diario de Yucatán, aun cuando de septiembre de 1982 a mayo de 1983 trabajé para el Diario en Campeche.
Llegar al Diario de Yucatán era un logro personal y tratar con Don Carlos Menéndez un privilegio. Era el hombre que, en los hechos, dirigía el periódico, aun cuando su padre, Don Abel Menéndez Romero, ausente ya de la empresa, aparecía en el directorio y ahí se mantuvo hasta su muerte en 1986.
Don Carlos era un hombre que imponía respeto, de pensamiento claro y congruente, que heredó de su abuelo, Don Carlos Menéndez González, el culto al trabajo, la austeridad y la modestia. Era un ferviente católico y no toleraba a quienes sostenían la tan criticada doble moral.
Trabajaba con las puertas de su oficina abiertas y a él teníamos acceso todos: el encargado de la limpieza, mantenimiento, operadores de la prensa, secretarias, reporteros, todos. Escuchaba a quien acudía a él, casi siempre con necesidades económicas, y lo ayudaba. En primera instancia, buscaba que el Diario les brindara el apoyo requerido, pero cuando eso no era posible, lo que ocurría frecuentemente, lo hacía de su peculio.
En su oficina atendía todas las mañanas los asuntos que tuviesen que ver con la empresa que dirigía, recibía a políticos, amigos y a distintas personalidades que acudían no sólo en busca de una entrevista, sino también para consultarle o informarle sobre proyectos o programas.
Por las tardes, Don Carlos hacía lo que más le gustaba en la vida: ejercer el periodismo. Lo mismo revisaba las notas ya redactadas y tituladas en papel, listas para su captura, que revisaba proyectos editoriales, daba el visto bueno a las páginas ya formadas o escribía artículos o columnas en las que plasmaba su opinión sobre el acontecer local y nacional, principalmente.
Escribía como debe hacerlo quien busca comunicar algo: con pulcritud, de forma clara, concisa, directa, respetuosa, pero con una agudeza que sólo puede tener una persona con pensamiento claro.
Su Primera Columna era la más leída del periódico. Creó un personaje, César Pompeyo, un “cerverista” que desde su habitual banca de la Plaza Grande de Mérida hacía profunda crítica al gobierno y a los personajes que estaban al frente.
Acostumbraba llamar a reporteros y redactores para corregirnos, siempre apoyado en su Diccionario de la Real Academia Española. Nos hacía leer en voz alta la definición del vocablo mal empleado y nos preguntaba: “¿lo entendiste?”. Luego, nos ponía ejemplos sobre su correcta aplicación y concluía con una advertencia: “Si vuelvo a encontrar esta palabra mal empleada en un texto tuyo, te voy a llamar y a recordarte esta plática. Eso sí, no habrá una tercera”.
A Don Carlos le preocupaba que los textos impresos en el Diario estuviesen bien redactados, sin faltas de ortografía, no sólo porque es obligación de quienes se dedican al oficio de escribir, de informar –el arma del periodista es el idioma, decía–, sino porque sabía que el periódico era empleado por el magisterio yucateco como material didáctico para enseñar a los niños a leer.
Llevó al Diario hacia la modernización en sus diferentes áreas y procesos, incluidos los de formación, impresión, fotografía, recepción y envío de información –en 1986 las corresponsalías del periódico ya tenían computadoras–. En la Redacción, pese a la renuencia de muchos, las máquinas de escribir dieron paso a computadoras. El resultado fue un crecimiento en paginación, en secciones y en circulación.
En diciembre de 1998 le presenté mi renuncia. “¿Estas seguro?”, me preguntó. Le respondí que sí. Fue la última vez que hablé con él.
En mayo de 2009 recibió el Premio Nacional de Periodismo, algo que me sorprendió, no porque no lo mereciera, sino porque siempre había sido renuente a que colaboradores del Diario aceptaran ese reconocimiento, aunque su rechazo se debía a que entonces era otorgado por los gobiernos federal y de los estados.
Con Don Carlos Menéndez se va un férreo defensor del idioma, pero también de la libertad de expresión, un virtuoso de la pluma, un caballero, un hombre que se entregó a la búsqueda de la verdad, la justicia y la libertad, algo que hoy puede sonar cursi, pretencioso, pero que mantiene una profunda vigencia.
El 30 de agosto de 1992 enarboló una vez más esas banderas para denunciar ataques a su periódico: “Si la verdad incomoda y daña, si el conducto para que trascienda e influya en la sociedad es el periodista, pues a éste hay que silenciar. Si así se piensa, el error, como la historia yucateca lo demuestra, es garrafal. La eliminación del periodista no se traduce en supresión de la verdad: acaba por exaltarla. La verdad suele ser la superviviente final de los atentados contra la libertad de expresión”.
Para él, el periódico no se ocupaba de la vida privada o social de los periodistas y éstos no podían ser la noticia, a menos que conquistaran reconocimiento o fallecieran. Y si se duda de su congruencia, baste señalar que en sus 23 años como director general, su fotografía se publicó una sola vez en Diario de Yucatán: en un segundo plano de las bodas de oro religiosas de su hermana Ana María.
Así era Don Carlos, el hombre, el empresario, el maestro, el ciudadano, el periodista. Hoy, por desgracia, es noticia y una muy mala.
Conocí a Don Carlos Menéndez Navarrete en julio de 1984, al ingresar al Diario de Yucatán, aun cuando de septiembre de 1982 a mayo de 1983 trabajé para el Diario en Campeche.
Llegar al Diario de Yucatán era un logro personal y tratar con Don Carlos Menéndez un privilegio. Era el hombre que, en los hechos, dirigía el periódico, aun cuando su padre, Don Abel Menéndez Romero, ausente ya de la empresa, aparecía en el directorio y ahí se mantuvo hasta su muerte en 1986.
Don Carlos era un hombre que imponía respeto, de pensamiento claro y congruente, que heredó de su abuelo, Don Carlos Menéndez González, el culto al trabajo, la austeridad y la modestia. Era un ferviente católico y no toleraba a quienes sostenían la tan criticada doble moral.
Trabajaba con las puertas de su oficina abiertas y a él teníamos acceso todos: el encargado de la limpieza, mantenimiento, operadores de la prensa, secretarias, reporteros, todos. Escuchaba a quien acudía a él, casi siempre con necesidades económicas, y lo ayudaba. En primera instancia, buscaba que el Diario les brindara el apoyo requerido, pero cuando eso no era posible, lo que ocurría frecuentemente, lo hacía de su peculio.
En su oficina atendía todas las mañanas los asuntos que tuviesen que ver con la empresa que dirigía, recibía a políticos, amigos y a distintas personalidades que acudían no sólo en busca de una entrevista, sino también para consultarle o informarle sobre proyectos o programas.
Por las tardes, Don Carlos hacía lo que más le gustaba en la vida: ejercer el periodismo. Lo mismo revisaba las notas ya redactadas y tituladas en papel, listas para su captura, que revisaba proyectos editoriales, daba el visto bueno a las páginas ya formadas o escribía artículos o columnas en las que plasmaba su opinión sobre el acontecer local y nacional, principalmente.
Escribía como debe hacerlo quien busca comunicar algo: con pulcritud, de forma clara, concisa, directa, respetuosa, pero con una agudeza que sólo puede tener una persona con pensamiento claro.
Su Primera Columna era la más leída del periódico. Creó un personaje, César Pompeyo, un “cerverista” que desde su habitual banca de la Plaza Grande de Mérida hacía profunda crítica al gobierno y a los personajes que estaban al frente.
Acostumbraba llamar a reporteros y redactores para corregirnos, siempre apoyado en su Diccionario de la Real Academia Española. Nos hacía leer en voz alta la definición del vocablo mal empleado y nos preguntaba: “¿lo entendiste?”. Luego, nos ponía ejemplos sobre su correcta aplicación y concluía con una advertencia: “Si vuelvo a encontrar esta palabra mal empleada en un texto tuyo, te voy a llamar y a recordarte esta plática. Eso sí, no habrá una tercera”.
A Don Carlos le preocupaba que los textos impresos en el Diario estuviesen bien redactados, sin faltas de ortografía, no sólo porque es obligación de quienes se dedican al oficio de escribir, de informar –el arma del periodista es el idioma, decía–, sino porque sabía que el periódico era empleado por el magisterio yucateco como material didáctico para enseñar a los niños a leer.
Llevó al Diario hacia la modernización en sus diferentes áreas y procesos, incluidos los de formación, impresión, fotografía, recepción y envío de información –en 1986 las corresponsalías del periódico ya tenían computadoras–. En la Redacción, pese a la renuencia de muchos, las máquinas de escribir dieron paso a computadoras. El resultado fue un crecimiento en paginación, en secciones y en circulación.
En diciembre de 1998 le presenté mi renuncia. “¿Estas seguro?”, me preguntó. Le respondí que sí. Fue la última vez que hablé con él.
En mayo de 2009 recibió el Premio Nacional de Periodismo, algo que me sorprendió, no porque no lo mereciera, sino porque siempre había sido renuente a que colaboradores del Diario aceptaran ese reconocimiento, aunque su rechazo se debía a que entonces era otorgado por los gobiernos federal y de los estados.
Con Don Carlos Menéndez se va un férreo defensor del idioma, pero también de la libertad de expresión, un virtuoso de la pluma, un caballero, un hombre que se entregó a la búsqueda de la verdad, la justicia y la libertad, algo que hoy puede sonar cursi, pretencioso, pero que mantiene una profunda vigencia.
El 30 de agosto de 1992 enarboló una vez más esas banderas para denunciar ataques a su periódico: “Si la verdad incomoda y daña, si el conducto para que trascienda e influya en la sociedad es el periodista, pues a éste hay que silenciar. Si así se piensa, el error, como la historia yucateca lo demuestra, es garrafal. La eliminación del periodista no se traduce en supresión de la verdad: acaba por exaltarla. La verdad suele ser la superviviente final de los atentados contra la libertad de expresión”.
Para él, el periódico no se ocupaba de la vida privada o social de los periodistas y éstos no podían ser la noticia, a menos que conquistaran reconocimiento o fallecieran. Y si se duda de su congruencia, baste señalar que en sus 23 años como director general, su fotografía se publicó una sola vez en Diario de Yucatán: en un segundo plano de las bodas de oro religiosas de su hermana Ana María.
Así era Don Carlos, el hombre, el empresario, el maestro, el ciudadano, el periodista. Hoy, por desgracia, es noticia y una muy mala.