Corría septiembre de 1986 cuando un grupo de amigos decidimos crear un taller literario en Cancún, a instancias del poeta Raúl Cáceres Carenzo, que en esos días se encontraba en esta ciudad.
Las sesiones se realizaban en un aula del Colegio Itzamná, que su directora Guadalupe Pérez “Peces”, nos ofreció con su conocida amabilidad y apoyo a las tareas artísticas y culturales.
Nuestro amigo Rosendo Leal Sánchez fue uno de los miembros del Taller de efímera existencia. Al año siguiente Rosendo fue nombrado director general del Sistema Quintanarroense de Comunicación Social. Falleció a mediados de 1988.
Tengo a la vista un texto que Rosendo escribió para el taller literario y que leyó el 10 de octubre de 1986 en un aula abierta del Colegio Itzamná. Por su importancia testimonial de la cultura y la calidad literaria de su autor, transcribiré algunos párrafos:
-Fijate que se murió Juan de la Cabada, fue lo que le dije a mi mujer el día que me enteré accidentalmente y en un periódico local que había muerto en la ciudad de México. Yo sabía que Don Juan estaba hospitalizado muy enfermo y que a su edad era muy difícil que aguantara la operación que ya le habían hecho los médicos del Issste, que había leído alguna información en que una de sus hijas se quejaba de la atención que le habían dado en ese hospital.
-¿Y quien es Juan de la Cabada?, fue la pregunta seca y demoledora que me hizo pensar en lo poco que sabía y conocía de la vida de Don Juan.; le dije que era un escritor que había nacido en Campeche, que había trotado por medio mundo desde las selvas lacandonas hasta París pasando por Nueva York; que había estado en España luchando al lado de los republicanos en la guerra civil en 1938; y finalmente en sus viajes a Chilpancingo a dar clases en la Universidad. Le dije, recuerdo, que alguien había escrito que a Juan de la Cabada lo podías encontrar en cualquier banco del parque de cualquier pueblo de la República escribiendo algún cuento que después podía regalar al amigo ocasional o verdadero; que por esa razón la mayor parte de sus obras estaban perdidas para siempre o que nunca se habían publicado; también le dije que era difícil encontrar sus libros y le dije que lo conocía yo más por ser amigo de Jorge González Durán que por la lectura de sus cuentos”.
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