El presidente Enrique Peña Nieto ha convulsionado una buena parte del país al presentar las reformas educativa, energética y hacendaria. Amplios sectores de la sociedad se oponen a estos cambios, excluyendo los intereses netamente políticos, si analizamos las causas del rechazo, sale a relucir una profunda desconfianza entre autoridades y sociedad. El origen de esta desconfianza, es el mismo: la corrupción. Reformar esta práctica ha sido la mayor deuda de la élite partidista con los mexicanos desde que inicio la alternancia en el poder político.
El tema curiosamente no destaca en las agendas políticas, no se expresa en los discursos oficiales como se debería, aunque existe un consenso generalizado de que en México la corrupción gubernamental abunda. Prácticamente no existe ningún mexicano mayor de edad que no coincida en esto, hasta los mismos funcionarios concuerdan en el hecho. Más allá de las suposiciones, estudios internacionales posicionan a nuestro país en los primeros lugares de corrupción a nivel Latinoamérica, y a nivel global está en un lugar medio, pero teniendo arriba a las naciones africanas, lo que es preocupante dado que tenemos un desarrollo económico y político mucho mayor.
En términos históricos el país nació con altos índices de abusos gubernamentales, desde el brevísimo imperio de Maximiliano, pasando por los excesos desastrosos de Santa Anna, hasta la dictadura porfirista en donde tanto el mandatario, como gobernadores y alcaldes dictaban, en gran medida, sus propias leyes. La posrevolución no fue diferente, aunque destacó el enriquecimiento ilícito por sobre los otros abusos que fueron atenuados paulatinamente, conforme se fortalecía el sistema. Desde el principio la ambición económica fue una característica de la clase política, basta recordar la anécdota humorística de Álvaro Obregón sobre la pérdida de su brazo por un cañonazo villista en Celaya en 1915. Quién posteriormente sería el ganador de la revolución mexicana, contaba que el brazo lo encontraron porque un oficial que lo conocía muy bien, agitó un billete y milagrosamente el brazo apareció volando hasta tomar el dinero. Obregón también fue el autor de la afirmación de que no había quién resistiera un cañonazo de 50 mil pesos, tenía razón.
En mayor o menor medida esta ha sido una constante del sistema político nacional a tal grado que ya lo vemos normal e inevitable. Pero debemos medir sus alcances, no podremos ser un país que destaque en este milenio si seguimos permitiendo la corrupción gubernamental.
Las actuales reformas del presidente Peña Nieto son una buena muestra de las dimensiones de este problema, la mayoría de los analistas coinciden en que son necesarias, inclusive señalan que deberían ser más profundas y drásticas, pero han sido rechazadas masivamente. Una parte importante de este rechazo no está en las reformas en sí, sino en su aplicación.
Más allá de la simulación y el autoengaño pocos dudan de que abrir el sector energético significará abrirlo a más irregularidades y abuso de poder. Contratos entre amigos de la clase dirigente, empresas beneficiadas por sobornar a los funcionarios adecuados o por conocerlos desde la infancia lo que podria traducirse en futuros “socios”. Miles de maestros están convencidos que las evaluaciones servirán para beneficiar o dañar arbitrariamente según la voluntad de las autoridades en turno. Voces lucidas en la sociedad señalan que por que debe de haber una mayor recaudación fiscal si el dinero que se obtiene no se usa para el desarrollo de los mexicanos, sino para el crecimiento de la economía de funcionarios en la cúpula del poder público.
Y es que la historia nos ha mostrado que esto es una realidad, es sorprendentemente absurdo que los gobernantes crean que por negar sus altos índices de veloz enriquecimiento o por salir ilesos de acusaciones de corrupción han logrado convencer a la sociedad mexicana. Cuando constantemente se atestigua lo contrario.
Padres en escuelas particulares, vendedores de bienes raíces o artículos de lujo, personal que trabaja en torno a ellos, vecinos en zonas residenciales, empresarios derrotados por competencias desleales, compañeros en vuelos de lujo, parejas atractivas que están o estuvieron beneficiadas por sus relaciones con políticos y claro información que fluye ocasionalmente en los medios de comunicación. La lista de mexicanos testigos del rápido e injusto enriquecimiento es muy larga y data de muchas décadas atrás.
Esta realidad ha creado una profunda desconfianza entre gobernantes y gobernados y es urgente empezar a solucionarla porque la crisis de legitimidad se hace cada vez mayor. Vivimos en una sociedad en donde impera la desconfianza y eso empieza desde arriba, la impunidad ha sido un auténtico cáncer que ha minado el sistema.
La verdadera reforma debería ser en contra de la corrupción política, en todas sus formas. Solo así podrán la elite dirigente recuperar su credibilidad y empezar a construir una sociedad en donde la desconfianza no sea una constante. Lamentablemente la altura ética y moral que impera parece ser muy reducida y cegadora. Mientras esto se mantenga así todas las reformas que se lleven a cabo crearan más daño que beneficio, porque finalmente terminaran por fortalecer a una elite más preocupada por sus intereses particulares y de grupo, que por construir el México del siglo XXI.