En los países más civilizados son frecuentes las protestas de los inconformes con infinidad de temas, mas con la misma asiduidad los estados ejercen el monopolio de la fuerza pública cuando hay excesos. Y nadie se espanta. Los manifestantes saben a lo que le tiran y los gobiernos tienen límites de tolerancia bien, muy claramente definidos.
Si en cualquier parte de Europa los protestantes deciden bloquear largamente las vías de comunicación, tomar instituciones, incendiar vehículos y sobre todo agredir a las fuerzas del orden, las mangueras de agua a alta presión, las macanas, las balas de goma y todo tipo de artilugios de represión menudean, aunque a los gobiernos tampoco les gusta pasar por intolerantes. Y si persisten las molestias los gobernantes no consultan a su médico; en general más bien endurecen la represión.
Ignoramos por qué en México se ignoran por completo las reglas del juego de la gobernabilidad y del activismo contestatario. Es más que claro que para manifestarse y protestar públicamente hay que buscar llamar la atención y presionar al adversario, pero aquí las más decente de las marchas nos escandaliza. Se trata de un derecho humano constitucional. Pero tampoco debiera haber dudas de que el Estado está en obligación de ejercer la represión para proteger los derechos de terceros.
Así es en todo el mundo –insistimos en que las democracias más desarrolladas no son la excepción– excepto aquí, donde los manifestantes hagan los despapayes que hagan son consentidos y los gobiernos, que cuando reaccionan o quieren imponer el imperio de la ley suelen abusar de la fuerza, lo hacen a destiempo y obligan a pagar a los justos por los pecadores.
La Ciudad de México y Oaxaca deben ser campeones mundiales de bloqueos y plantones que literalmente han matado toda actividad productiva de extensas zonas de las urbes, durante años, décadas a veces. En el mundo civilizado se permite protestar pero no pisotear indefinidamente los derechos de terceros, como el del libre tránsito, el del trabajo y un puñado más.
Muertos es lo que menos queremos, y sí los estamos produciendo con creciente frecuencia. Si vemos el conflicto de los gobiernos con la CNTE, las manifestaciones y zipizapes por las iniciativas de Roberto Borge Angulo interpretadas por muchos como blindaje a la corrupción los quintanarroenses podemos sentirnos tranquilos: los manifestantes hacen lo suyo: protestar llamando la atención, por lo menos incomodando a los diputados de la XIV Legislatura. El gobierno hace lo propio ejerciendo el monopolio de la violencia que le otorga nuestro sistema, pero sin echar bala.
Que el gobernador electo Carlos Joaquín González haya instigado o no a los inconformes no tiene nada de sorprendente: hay un profundo abismo de falta de entendimiento –que creemos irresoluble– entre los gobiernos saliente y entrante, y el ganador de la elección del 5 de junio tiene pleno derecho de publicar en las redes sociales los videos que se le vengan en gana. Que el gobernador en funciones Roberto Borge Angulo haya mandado a sus mini-robocops a resguardar el recinto legislativo tampoco debe asustar a nadie, pues es su obligación.
¡Pero qué gazmoñería! Los mexicanos nos la pasamos con el Jesús en la boca sólo porque los jugadores no saben las reglas del juego. Ya que la SEP es tan mala para hacer libros de texto gratuitos, mejor debiera proporcionar a todos los ciudadanos un manual del buen protestante para que dejemos de persignarnos cada vez que alguien alza la voz y cuando un elemento antimotines toque con el pétalo de un tolete a un contestatario.
No pasa nada.