Quintana Roo tiene mucho de qué avergonzarse por lo más patético que le ha sucedido a México en el contexto de su aberrante dependencia y supeditación de nuestra economía respecto a la estadounidense: con sus delirios ambientalistas y globalifóbicos nuestros ínclitos “progres” le hicieron la chamba a los gringos: China, la verdadera potencia mundial en todos los sentidos, estaba más que dispuesta a invertir en el patio trasero norteamericano, mas por salvar tres mangles y un puñado de árboles y decirle no al comercio internacional los proyectos emblema se cayeron y ahora; frente al yanqui, estamos solos como perros. Nuestra culpa.
El rechazo al proyecto del tren rápido México-Querétaro pudo tener ciertas pálidas, arcaicas y cuestionables bases de “defensa soberana” de la economía nacional, pero en realidad obedeció a intereses más que mezquinos que utilizaron la supina inocencia de nuestros activistas de izquierda para rechazar el megaproyecto, pues las protestas servían para el elevado fin de cuestionar al ya muy frágil presidente Enrique Peña Nieto. ¡Qué emoción! Los “pirrurris” ternuritas de Yo Soy 132, los izquierdistas inquebrantables del Taparrabo’s Power y los ecologistas millonetas lograron tapar las fauces del dragón oriental que seguramente venía a robar la serpiente al águila tan plácidamente posada en el nopal de un islote al centro del Lago de Texcoco.
Lo lograron: tumbaron uno de los proyectos emblemáticos del sexenio, ahuyentaron una multimillonaria inversión histórica y les cerraron las puertas a los inversores chinos, ávidos sí, de riqueza y de la posición geoeconómica envidiable que ofrecía México pero dispuestos a generar cientos de miles de empleos con la ola de divisas que se avecinaba en una nueva relación comercial, que incluía además un acceso privilegiado al mercado de materias primas, bienes manufacturados y servicios más grande de la Tierra.
Pero mientras nuestros bravos activistas globalifóbicos y ambientalistas se felicitaban por el éxito de su férrea oposición, al norte del Río Bravo, en secreto acaso, nuestros poderosos vecinos se despellejaban las manos aplaudiendo al son de “el pueblo, unido, jamás será vencido” de nuestros progres más pandrosos y fundidos en un abrazo universal con la Madre Tierra y los pobres del mundo.
De veras que nadie sabe para quién trabaja. Pero –decíamos al principio– del éxito de esta estrategia de Estados Unidos de manipular a las fuerzas antiimperialistas mexicanas y a los discípulos de Al Gore con su obsesión por el cambio climático Quintana Roo tiene buena parte de la culpa.
Arrobado hasta el enamoramiento por el guapo expresidenciable gringo, Felipe Calderón Hinojosa hizo de la fiebre ambientalista política oficial mexicana a través de ominosas normas restrictivas hasta la parálisis total del desarrollo de infraestructura para las comunicaciones, la generación de energía y el turismo. Nuestros heroicos grupos ecologistas caribeños ya estaban muy envalentonados a la hora de manifestarse contra el Dragon Mart, y por supuesto los opositores al partido del entonces gobernador Félix González Canto –ese fue su único proyecto real de desarrollo, más allá de la mercadotecnia a la que dedicó el sexenio– y de su presidente Peña enarbolaron alegremente la bandera globalifóbica para rechazar a los invasores mongoles.
El Dragon Mart era la cabeza de playa de los chinos para acceder al mercado americano a través de México –específicamente de Cancún– y comenzar una intensa relación comercial entre ambos países, que hoy nos tendría en una postura negociadora mucho menos desventajosa ante las agresiones de Donald Trump, que en la semana tuvo un notable acercamiento con China y hasta recibió en la Casa Blanca al premier japonés Shinzō Abe, puente que hubiese podido pasar por México pero nuestros héroes contestatarios ayudaron a dejarnos como el chinito: nomás milando.
Se los dijimos, ¡pero es que son tan inspiradores nuestros activistas!
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