Fue hace semanas, en un restaurante de Santa Lucía, en Mérida. Ahí estaba él, acompañado por otros dos hombres. Bebían y se reían; brindaban. Él hablaba del dinero que se había robado en la administración pasada, así, tan quitado de la pena. Totalmente amoral, sin escrúpulos aseguraba tener millones de pesos encaletados, terrenos en Yucatán y en Quintana Roo. Decía —gritaba, como sólo los borrachos gritan— que él no tenía problemas, que nadie le estaba pidiendo cuentas a él. Brindaba entonces por Beto.
Y ahí, a lo lejos, estaba precisamente Beto. Observando, sin saber lo que realmente estaba pasando. Se había dormido con un malestar, tal vez una papa cruda que se comió en la víspera, cuando se le apareció un espíritu que le dijo que era el de las navidades presentes. Tu dickensiana madre, le contestó al espectro, que se quedó observándolo al pie de la cama. El ex gobernador, entonces, sin tener nada mejor que hacer, decidió acompañarlo.
Así, antes de visitar el parque meridano donde su ex colaborador se ufanaba de sus robos, recorrió diversas reuniones, principalmente en Quintana Roo, en donde observó a los mayas que despejó de sus tierras, abandonados y sin nada qué celebrar. Vio igual redacciones vacías y periodistas quejándose de sus magras liquidaciones. Vio a un despacho de abogados preparar voluminosos expedientes, y la piel se le enchinó de miedo.
El fantasma lo transportó de nuevo a su alcoba, diciéndole que esperara. El ex mandatario así lo hizo, y fue entonces cuando conoció al fantasma de las navidades pasadas. Este espíritu rebosaba en alegría; era obeso y alegre. En un instante lo transportó a sus recuerdos más felices. Llegaron, ambos, a una posada en la que había, por lo menos, medio millar de personas. Reconocía el lugar: era el centro de convenciones de Cancún.
A lo lejos, vio a alguien que se parecía a él. Un momento, ¡era él! Decenas de personas se arremolinaban a su alrededor, un fenómeno borgecentrista; como si fuera un astro, el gobernador sol. Sobre el escenario estaba el cómico Cholito Jr., que hacía reír a todos los presentes a costillas del enemigo en turno —por más que quiso, no se acordó del desafortunado de entonces.
Se quedó contemplando tan bella escena, que tan gratos recuerdos le traía. Pasaba de mesa en mesa para escuchar lo que los comensales decían de él. La gran mayoría, la inmensa mayoría eran elogios. Sólo escuchó una crítica, una sola. Y nunca se imaginó de quien vino. Se le olvidó el malestar cuando el conductor de la posada le pidió a su otro yo —el yo del pasado— pasara al frente para entregar el automóvil que se estaba rifando. Todos, los quinientos ahí presentes, se pusieron de pie. El agradeció la ovación. De nuevo.
Si algo aprendió, es que todo lo bueno termina. Y el paseo del fantasma de las navidades pasadas concluyó. El regordete espíritu dejó al ex gobernador en su cama. Ambos se dieron un abrazo al despedirse. Eres el mejor, le dijo uno. No, tú eres el mejor. No, insistió, tú eres el mejor. No, tú. Y así hasta que cayó de nuevo en sueños. Con una sonrisa en la boca.
Que se le convirtió en una mueca de terror cuando unas manos huesudas le jalaron los pies. Sí. Era el fantasma de las navidades futuras. Se hizo al dormido, sin éxito. A regañadientes, tuvo que acompañar a ese tétrico personaje. Sentía frío, muchísimo frío; sus manos estaban heladas. Este último visitante sólo lo llevó a un sitio: la cárcel. Ahí, en una celda oscura, se vio. Estaba demacrado, flácido; triste, un cuarentón desganado. Su celda era pequeña: tenía una camita, un escritorio, un lavabo y un excusado. Este último, al parecer, no servía, y se veía sucio, lleno de mierda. Él intentaba escribir y no le salían las palabras. En el piso había por lo menos una docena de papeles hecho bolita. Se vio y se tuvo pena. Se vio y se vio llorar, desconsolado, como un niñito. Supo entonces que estaba arrepentido, que se había dado cuenta que nada de lo que hizo valió la pena. Se vio y se tuvo lástima.
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Con disculpas a Charles Dickens y a su «Cuento de navidad»; con saludos —como el de las porras a los árbitros— a los puristas de la opinión y el periodismo. Hace dos semanas, un ex funcionario del gobierno de Roberto Borge protagonizó un papelón en conocido restaurante del centro de Mérida. Ahí, y ante varios testigos, se vanaglorió de su paso por esa administración quintanarronese, ahora bajo lupa. Reconoció manejes y tejemanjes. Encantado de conocerse, aseguró que nunca lo atraparán vivo.
En el clímax del anterior gobierno de Quintana Roo, las posadas se convirtieron en patéticos besamanos, en las que se rifaban premios de gran valor, como motocicletas y automóviles. Muchas de esas multitudinarias fiestas las amenizó un cómico, que previamente recibía instrucciones sobre a quién dirigir sus bromas. Este showman fue uno de los consentidos del régimen. Ahora vende tiene un botanero yucateco en Playa del Carmen.
¿Pisará Borge la cárcel? Eso nunca lo sabré. Me conformaría que se hiciera algo con urgencia para parar esta epidemia de virreyes corruptos.
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