Silvia Mercado, madre mexicana que tapa el sonido de las bombas rusas con música infantil

“¡Uy, uy! ¡Pum, pum! ¡Pum, pum, pum!”. La pequeña María Cristina es una esponja de un año y tres meses de edad. Lo absorbe todo. Y por eso, Silvia Mercado no puede ocultar su cara de preocupación cuando escucha que su bebé aún imita su forma de reaccionar y el sonido de las bombas y los misiles que asediaban su casa en Járkov, a tan solo unos cuantos kilómetros de la frontera con Rusia. “¡Uy! ¡Uy! ¡Pum, puuuum!”. No son solo balbuceos. Es el sonido de la guerra en Ucrania desde la perspectiva de una niña.

Mercado, de 35 años, aprovecha que María Cristina duerme sobre una cama del refugio de Bucarest, la capital de Rumania, para contar su historia. Habla quedito para no despertarla. Ellas fueron de las últimas mexicanas que han conseguido escapar del conflicto armado. Llegaron apenas el viernes pasado. Mercado nació en Nayarit, pero se mudó a Ucrania hace siete años después de conocer y casarse con su esposo, que es de allá. Platica que quiere que la niña hable español y ruso, y que por eso le pone caricaturas en los dos idiomas. “Siempre que abría las cortinas de mi departamento, me gustaba cantarle Buenos días, señor sol”, recuerda la ingeniera. Pero cuando empezó la guerra hace poco más de dos semanas, ella y su marido tuvieron que improvisar pequeñas barricadas y tapar las ventanas que dejaban las habitaciones completamente a oscuras. El señor sol ya no se pasaba por la casa. Y María Cristina trataba de levantar las persianas para encontrarlo.

“¡Mamá, mamá, mamá!”, repite la chiquilla segundos después de abrir los ojos. “Si no ve a mami, llora, ¿verdad bonita?”, dice Mercado, mientras la carga contra su pecho y continúa su relato. Los mexicanos que vivían en Járkov, la segunda ciudad más poblada de Ucrania, hablan maravillas. A ella, en particular, le gustaba muchísimo porque era limpia, segura, multicultural y estaba llena de parques. La guerra lo cambió todo. Cuando empezaron a elevarse las tensiones y la invasión era apenas una posibilidad, Mercado grabó un video en donde mostraba un centro comercial abarrotado para que sus familiares no se preocuparan, como para decir “¡Miren, no pasa nada!”. Era 17 de febrero. La amenaza bélica era una realidad con la que los ucranios han tenido que convivir ocho años y la opinión generalizada hasta hace un mes era esa, que no iba a pasar nada. Para finales de mes, los edificios de gobierno y el centro, donde vivía la familia Mercado, se convirtieron en escombros. “Járkov es una película de terror”, dice la mujer, con tristeza.

Silvia Mercado afirma que ha salvado la vida por lo menos dos veces. Cuando tenía 10 años le detectaron una hidrocefalia y tuvo que someterse a cuatro cirugías en la cabeza. A los 18 años se dieron cuenta de que era un tumor cerebral y pasó por radio y quimioterapia. Uno de sus médicos le había dicho que no se podía extirpar, estaba desahuciada clínicamente, pero un tratamiento en el hospital Siglo XXI de Ciudad de México le dio otra oportunidad. La segunda vez fue cuando logró salir de Járkov. Su nombre se hizo conocido en México después de grabar un video el pasado 26 de febrero que erizaba la piel, en el que pedía ayuda de forma desesperada. “Estoy en medio de la guerra que está sucediendo”, contaba, “hoy es el tercer día que nos despiertan los estruendos, los bombardeos”. “Habemos en la ciudad de Járkov dos familias que no pudimos sumarnos a la caravana de mexicanos que está ya en Rumania, salir por nuestros propios medios es una decisión atroz”, afirmaba. “Tengo una niña de un año y tres meses, tengo y siento temor por su vida”.

Después de subir el video, Mercado recibió múltiples respuestas. La Cruz Roja Internacional le dijo, por ejemplo, que tenía un operativo en Polonia y que iban a mandar un convoy en el que podría sumarse. Pero el operativo fue a Kiev, la capital de Ucrania, y no pasó por Járkov. El primer avión de repatriación voló a México con 81 personas evacuadas el pasado 4 de marzo, pero ella seguía atrapada. “Hace apenas unos días había tirado la toalla”, confiesa. Su marido no puede ni quiere abandonar al país y dejar sola a su madre, de 73 años. “Le dije a mi esposo que iba a quedarme con él”, recuerda. Todo cambió cuando los ataques empezaron a sentirse cerca de su casa. “Se escuchaban los bombardeos ya dentro de la ciudad, mi marido había ido a la tienda y mientras estaba en la fila para entrar lo oyó todo, ahí fue cuando nos sentamos a hablar y decidimos que yo me fuera”, relata Mercado.

Confiesa que estaba en shock. Su marido tuvo que hacer las maletas para ella y su hija. Le empacó comida para la bebé, una piyama de Dumbo que él le había regalado después de un viaje de trabajo en Rumania y le pidió que se llevara un anillo que le había comprado cuando tuvieron a la niña. “Me dijo que todo iba a estar bien, que después iba a alcanzarnos”, cuenta. Se dieron un abrazo, un beso y se despidieron.

Fueron dos días de camino. Mercado y su hija consiguieron a través de la Embajada de México un conductor voluntario que se ofreció a llevarlas hasta Dnipro, otra ciudad que está a más de 200 kilómetros al sur. De ahí, un misionero mexicano consiguió a otro chófer que manejó por pueblos pequeños se aventó de un tirón los más de 800 kilómetros hasta la frontera con Rumania.

— ¿Cómo es huir con una niña?

— Es súper difícil, bueno no sé si difícil es la palabra, ¿sabes? Sobre todo querer que esté bien, cuidarla. Ha sido una niña muy bella, se ha portado muy bien. En medio de todo, me preocupaba que comiera a sus horas, que fuera a gusto. No soltarla.

“La verdad, esta chiquilla nos ha abierto muchas puertas”, afirma Mercado. María Cristina no ha tenido que decir ni una sola palabra, pero ha logrado que pasaran rápido en filas terminables de gasolineras, que se acondicionaran salones de juegos en los refugios, que otros refugiados compartieran lo último que les quedaba de comida. “La gente que nos hemos encontrado tiene un corazón enorme”, dice su madre, orgullosa.

La última hazaña de María Cristina fue conseguir que el Gobierno rumano les permitiera quedarse en un refugio al sur de Bucarest con un cuarto y un baño propios. Hay una cama grande donde duermen las dos, una mesita donde puede preparar su fórmula y trabajadores sociales que vigilan que no les falte nada. “Hemos tenido muchísima suerte”, confiesa Mercado. Canciones infantiles suenan de fondo para distraer a la chiquilla. “Cabeza, hombros, rodillas y pies”, canta la madre para que ella se ría. Las dos sonríen. La guerra se ha quedado atrás, a 900 kilómetros. En casa, donde está papá. Pero hoy podrán dormir seguras. “Llegar aquí ha sido un milagro”, comenta. “No sé ni dónde estoy, si es Ucrania, Rumania o México, solo sé que estoy aquí y que estamos bien”, dice aliviada antes de despedirse.

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